Hace dos años que parecería este hoy, sitiado en el devenir mismo, semejante al suave discurrir de una mañana casi finalizando el mes de junio con una taza té recostada sobre un banquillo y un libro entre manos dentro de un espacio libre de puertas y de paredes con un cielo blanco progresivamente cambiante por la brillantez de un azul plomizo. Era un cielo espejeado por el vuelo de algunas aves que emergían de nubes escarchadas desde un lado del horizonte y que construían círculos por encima de altos piñones y almendros en los que el tiempo, sin pretender ser tiempo, deja su humedad, resequedad y caducidad como prueba máxima de la existencia que prevalece tan solo en lo elemental de una simple semilla clavada en la tierra y de una llovizna para que se derrame la vida.
Y esa existencia pletórica que en su quehacer se agotará, doctrinada por patrones convencionales, salpica con hilos de sombras el holograma de la inocencia. Inocencia que, durante un confinamiento, por ejemplo, representaron niños que descollaron en llanto dentro de sus cunas o fuera de ellas porque sus madres debían aislarse, tenían el difícil compromiso de subsistir y para preservar la vida dejaron a sus crías al cuidado de otras que se convirtieron en sus nodrizas en busca de una malograda esperanza con el admitir de si quedarían subordinadas en una cama por el padecimiento de un virus que, lo más probable: destruiría sus expectativas presentes sin chances ni treguas con las que, como seres carnales, podríamos reinventarnos armándonos de sentimientos más limpios y empezar de nuevo en medio de un paraíso hace tiempo desencajado si lo confrontamos con el abastecimiento del rencor y el egoísmo sumidos en la acción esnobista de recibir, y no dar.
En ese óleo de cuarentena proverbial, de impresiones y matices garabateadas en el mapa de la vida amparado por lo magistralmente descriptivo en gran parte de la obra pictórica de Francisco de Goya, que recrea a seres ambiguos, a desquiciados huérfanos que esperan en un nubloso inframundo, como en las antiguas plazas de Europa, durante las escalonadas pestes, no solo hogazas de pan, o de gentes que convergen en un espacio contaminado tan solo por el querer y el poseer con el miedo de que en ellos germine la duda ante el hecho de estar presenciando los finales de la humanidad, a todos les fue dado un amuleto secreto que les ayudaría a descifrar, si es que se encuentran en una apropiación de fe, el origen del hombre como si se tratara de hallar el Santo Grial. El hecho de identificarlo depende, en gran medida, de qué tan despiertos estemos los que aún estamos, y si no es así, aunque esté el amuleto alegóricamente en una palma de la mano, nunca lo identificaremos.
A medida en que digerimos esta especie de acertijo exotérico parece, y no fue así, que transcurrió mucho, pero mucho tiempo desde esos días en que el aire nos intoxicaba por la incertidumbre de lo desconocido, de las noches espectralmente tenebrosas, de presagios cuando el mundo o en determinado punto del mundo se congeló el curso de la vida. Mucho antes de enero del 2020, se esparcía en el ambiente una bipolaridad presagiosa y que, en mi caso particular, dada una experiencia personal, quedé impactada por advertir en el mismo aire esa sensación de devastación, de soledad interior que, en cierto modo, me señalaba de que algo extraño sucedería en ese enero gris de la citada fecha.
Ya con la erosión de la fatalidad espaciada en el mundo, bajo el disfraz de cabalgante jinete de la muerte que nombraron Covic-19, traté de desviar el presente, mi presente inmediato, y fue ahí cuando percibí que me seducía otra totalidad existencial, cuya morada se halla en el universo, pero que, desde antes del ser, ser, ya gravitaba entre las infinitas galaxias. Aquello que denominaron tiempos de pandemia, que aún forma parte de nuestro presente, pues ese pasado ya no es, sirvió como puente para que diversidad de mentalidades, que creen en el poder de las almas, se reencontraran con sus yo dimensionales. Partiendo de este asumir hallaron, incluyéndonos, con una visión por encima de lo que el hombre pueda comprobar en las limitadas capas del conocimiento científico, un renacer en esas conciencias que fueron tocadas por divinidades que orbitan por encima de nuestra atmósfera, dioses en lo que, ciertamente, no acertamos a comprender su influencia con todo ser viviente en categoría racional, más bien subjetiva, donde el alma aspira o debe aspirar a emprender un viaje hacia su propio quehacer evolutivo.
Y pensando en ello, en este siglo XXI de pragmática curvatura, me vino a la memoria que precisamente, un día de junio de ese año comencé a leer una novela que aunque su aura no se esparce directamente dentro de una atmósfera espiritual mística , mitológica o gnóstica ( diríamos que sin proponérselo toda buena obra la tiene) que su autora se introdujo, desconociendo lo superficialmente conocido con los astros, a una simultaneidad de pensamientos colectivos de corrientes yuxtapuestas en torno a la fe y el ateísmo, de interioridades que hurgan los ámbitos complejos vistos en los estratos sociales contando la generalidad, pero también la individualidad que de alguna manera dejaría por entredicho que los destinos del hombre solo se asumen cuando el mismo hombre descubre su papel en esta dimensión que llamamos planeta más allá de sus voluntades o designios con la ambivalencia de dos palabras vitales: causa y efecto, que es lo que motiva, en el caso de una interesantísima novela como «Suite francesa», a que familias pertenecientes a la burguesía del siglo XX, que sentó sus precedentes en Francia de los años cuarenta, dentro de la activación de una férrea economía, abandonaran, en su mayoría, sus espacios , sus vidas aparentemente estables para preservarlas ante una catastrófica invasión. Las causas, el hombre y sus ansias de dominio. Efecto: el éxodo, las destrucciones, pero, sobre todo, el hecho de que las denominaciones sociales que llamamos población civil, interactúen con el mismo sentimiento de repudio ante un hecho global.
Estos dos vectores, causa y efecto se adhieren a esa masa corporal que sostiene el principio y fin de lo que habita, de lo que se predica y se ejecuta, y en ese tránsito lo tomaremos como enlaces consecuenciales hallados como vivos tesoros, según nuestra posición, que no corresponde a una burda elucubración en torno a la novela Suite francesa, como manera de dignificar a una escritora que subyacía en el estrellato social de la impronta intelectual nublada, posteriormente, por personas transgredidas ante fuerzas alienígenas que dejaron ver rastros de lo que es la condición humana en tiempo de la Segunda Guerra Mundial.
Podría quedar esta teoría como una especie de postulado inocente, teatral hasta cierto punto, erogado hacia un inevitable cataclismo sensacionalista a causa de seres cósmicos, en definitiva, una teoría puramente metafísica que de manera objetiva no tiene como comprobar su autenticidad. En virtud de esto, no deseamos interceder o manejar ningún tipo de credos o posiciones que estén en la capacidad de contradecir o poner en tela de juicio nuestro criterio, tampoco nos impondremos pretendiendo ser amos de la absoluta verdad. En lo que respecta al tema centrado en la racionalidad narrativa de Irene Némirosvky y su silueta celestial, luego de este preámbulo, al menos queda en el subconsciente las obligadas y reiterativas interrogantes: ¿cuál es el propósito de los conflictos bélicos más allá de una razón política, científica o social? ¿En realidad, quién, o quiénes han estado detrás a lo largo de la humanidad?
La autora de “Suite francesa” deja gran parte de su esencia testimoniadora ante un episodio trascendental y circular dada las leyes del cosmos. En su universo fluctúa un estallido estelar, el que se desarrolló partiendo de la singularidad hacia distintos hechos generales que unifica al ser humano en el sentido más desarrollado y tridimensional de la palabra al asumir como algo desgraciado la imposición, que es el producto de implantar supremacías en torno a las razas.
Irene, la mujer sensible, la de gran limpieza y propiedad en cada línea y párrafos donde también se halla trillado el humor, a quien observamos como narradora, creadora, dueña de una sobriedad insólita en esa parsimonia de la distancia periódica, nos muestra el rostro más desarticulado, en consecuencia, absurdo de la guerra que no vemos en la novela como eje central. Descartamos derramar una lágrima ordinaria si pretendemos ovacionarla con las prendas de su buen amueblado armario situacional, contextual y mediático que su pulso de vanguardia estructuró con palabras poéticas para después afirmar que murió de forma física en un campo de concentración o que se extinguió porque ella, en una elevación energética cuando solo era luz, eligió su propio destino al caer, siendo materia, en esta herrumbre dramática que llamamos vida concreta y que, de manera sorpresiva, es probable que, al intuir su final por los caminos oscuros que en esta vida se nos interponen, hiciera su propio descubrimiento interior, encomendando a su descendencia, en el interior de una maleta, un serial de manuscritos, muchos de ellos inconclusos, donde las convergencias de una existencia natural en su asentamiento del ser, de sucederse en los espacios, en el cuerpo o médula de una pirámide imaginada en otros, ecuánime, pura como la que describe y matiza a trasvés de sus personajes un tanto esquemáticos, se vislumbre la presencia de un todo.
Pero también es una totalidad que muestra a personas flexibles y con algo de testarudez, dueñas de sus individuales batallas de mayor y menor escalas. Estas voces se dejan sentir con dignidad y advierten, maniobrando con un escarpelo, un hecho que radicalmente cambia la vida del hombre cuando la misma se ve amenazada y sigue el orden de las perspectivas dentro del iceberg de la extinción: la sumisión bajo todo dominio. De manera que Irene Némirovsky no se aleja de ese resonar insistente que va anunciando la trascendencia de lo fatal con la huida de las familias más pudientes, pertenecientes a esa estructura morfológica del poder adquisitivo parisino cuando se reafirma la existencia del hombre en medio de situaciones caóticas que, en un momento, en un segundo, desplaza el abanico de posibilidades que anteriormente se concibe como regular dentro de una realidad emergente y que se transforma constantemente, según su misma hilaridad.
“Suite francesa” posee la lucidez de una novela escrita dentro de las imágenes de una anticipada tragedia, así mismo, es pertinente a este tiempo agónico antes y después de la pandemia, antes y después de nuevas guerras, antes y después de que otras cosas sucedan, y aquello que aún no sucede, dentro de la nada, también sucede. Es un testamento subliminal escrito en un tiempo de despertares y de descubrimientos internos intrínsecos en la complejidad de las conciencias:
Arrodillado en el parquet del salón, Charles Langelet empaquetaba personalmente sus porcelanas. Estaba gordo y padecía del corazón; el suspiro que salía de su pecho oprimido parecía un estertor. Se encontraba solo en el piso vacío. El matrimonio que trabajaba para él desde hacía siete años se había dejado llevar por el pánico esa misma mañana, cuando los parisinos habían despertado bajo una niebla artificial que caía como una lluvia de cenizas. La pareja había salido temprano a comprar provisiones y no había vuelto. Langelet pensaba con amargura en los generosos sueldos y gratificaciones que les había dado desde que estaban con él y que sin duda les habría permitido comprarse una pequeña granja en su región natal. (pag.64, Suite francesa).
Y continúa diciendo: Langelet debería haberse marchado hacía tiempo, pero le tenía demasiado apego a sus viejas costumbres. Retraído y desdeñoso, lo único que le gustaba en este mundo era su casa y los objetos esparcidos a su alrededor… (pag.64)
Quizás la escritora, más que la persona, fue afortunada en hallar su propio amuleto o cáliz con el que descifró el origen de la vida, la de sus personajes normales e inconclusos en “Suite francesa” que dan permiso a que salgan sus miedos y que, aunque posiblemente lo ignore la propia autora, lucen muy enlazados con la vastedad del universo, recibiendo sus vibraciones energéticas:
El regimiento pasó bajo las ventanas de Lucile. Los soldados cantaban; tenían muy buenas voces, pero formaban un coro grave, amenazador y triste que parecía más religioso que guerrero y desconcertaba a los franceses, se preguntaban las mujeres. (fragmento, pag.277, Suite francesa)
En todo caso, siendo un poco visionarios resaltando la agudeza de Irene Némirovsky vivimos demasiado pendientes a ese almanaque que gira alrededor de nosotros que llamamos ruta o destino planificado, de ese mañana que no sabemos lo que es porque no llega hasta el momento de arribar con el ahora, portando, como si se tratara de la cubierta de un libro, toda su legión de ángeles resguardándonos dependiendo de nuestras acciones y hechos, pero también de un batallón de dioses bondadosos y malévolos al acecho.
Ana Almonte
Escritora dominicana