miércoles, diciembre 4

 Adviento del letargo

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Nacía la tarde cuando se apoyó en mi hombro para entrar al auto. Puse en marcha el volkswagen, aquel cepillo que se mantuvo latente conforme al tiempo y su crujir. La lluvia se inició de golpe, obstruye los limpiavidrios por la intensidad de su caída. Y su fluir dejaba a la suerte una ola de viento que se acurruca entre las ramas de dos árboles que, al observarlos, mueven sus cabezas con sigilo.

Del cielo negruzco el agua seguía bajando, formaba cuajos en el pavimento hasta que se deshacían dentro de sus propias sustancias para convertirse en chorros que concluyen circulando por los contenes como si, en vez del cielo, nacieran de alguna cascada. El golpe de agua también se acovacha sobre los pétalos de una trinitaria que se desoja en una esquina de la calle Las Damas de la ciudad colonial mientras una retahíla de relámpagos desmorona cierto sentido del equilibrio.

Según su ritmo, la lluvia perturba a dos, tres, y ahora a cuatro transeúntes en ese perímetro de calle, que le huyen. También vimos a una pareja de enamorados que desafiaba aquel improvisado temporal. Unían sus bocas en la escalinata desde donde se advierte una iglesia que se enraizó sobre una calle diagonal yuxtapuesta a otra. La escena del beso provocó una risilla prolongada entre mi hermano y yo, lo que me hizo inevitablemente echar un vistazo al pasado cuando, con alguna acción amorosa suya, casi siempre terminaba cubriéndole la espalda.

Aunque en ese instante de antítesis emocional se halla en el estado más crítico, ya que nos dirigíamos a una emergencia hospitalaria, en algún lugar de su mejor tiempo fue humano: amó, olvidó, odió y perdonó. No se hizo necesario hablar de reconciliación personal por lo que hizo, y no hizo. Su respiración irregular bastaba para perdones, y sus ojos contentos contemplaban lo mejor que podían a la pareja de enamorados desde el asiento trasero.

De tantas vivencias me acuerdo ahora.   Íbamos, mandados por nuestra madre, al colmado del Viejo a que nos fiaran hogazas de pan con mantequilla y vasitos de café. En lo que Viejo daba la espalda, mi hermano aprovecha el momento para lanzarle cáscaras de naranjas a trasvés de una resortera que traía casi siempre sobre el bolsillo trasero de su pantalón amarillo arremangado a media pierna.

Al Viejo, aunque era de poco hablar, lo consideraban un hombre importante, de tradición familiar y de consagración a sus labores de comerciante.  En nuestras conciencias de niños sabíamos que obraba con bondad tomando en cuenta la situación económica de la casa en que crecíamos al concedernos ciertos productos alimenticios que mi padre pagaba hasta finalizado el mes.

En la casa paterna, cinco bocas que alimentar eran suficientes para un ambiente de pobreza extrema, y el dinero que ganaba nuestro padre nunca alcanzaba para mantenernos, razón misma para usarnos como señuelo cada vez que mostrábamos nuestros rostros hambrientos ante la presencia del pulpero. Los integrantes de aquel suburbio le apodaban Viejo no porque fuera de avanzada edad, sino que su pelo se tornaba blanco a causa de una rara enfermedad que también cubría algunas áreas de la piel con manchas rojizas.

Encima de una cabeza joven, cuyo rostro centraliza unas cejas copiosas y excesivamente oscuras que enmarcan unos ojos aparentemente austeros, irradiaba una desafiante personalidad.  En el justo momento que el Viejo nos daba el frente para entregarnos lo que sería nuestro desayuno, arrojaba una de esas miradas regañonas, pero también de tolerancia en consecuencia a la acción de mi hermano con el tirapiedras. Sin embargo, aunque el peso de aquellas miradas recaía mayormente en la más adulta, sabía que en algún momento debía de persuadirlo para que cesaran tales prácticas.

Apegado desde siempre a mis faldas, tenía carácter difícil y se salía con la suya cuando una descabellada idea rondara por su cabeza. Dejó los estudios a los diez años para vagar por las calles haciendo bellaquerías con el argumento de nuestras carencias.  Andaba en malas juntas.  Una vez, casi se ahoga en una cañada. Mis padres apenas se enteraron del accidente. Ellos, egoístas que vinieron desde sus mismos nacimientos desechos, eran como fantasmas que apenas tocaban la médula de una familia disfuncional.

En aquel momento tuve que ir al lugar que, literalmente, se mostraba como la cuna de los lobos y desde una bajada interminable, entre tierra húmeda, charcos y barrancos, tomé a mi hermano por los brazos arrastrándolo cubierto de lodo, como si llevara días dentro de un pantano.  No dijo qué fue a buscar en la cañada, apenas se le sentía el habla. Ayudada por un grupo de residentes del sector fuimos a un hospital, allí lo ingresaron con una afección intestinal. En cuanto a tratos, debo de reconocer que conmigo nunca anduvo de grosero ni violento, parecía querer resguardarme de todo.

En las mañanas, cuando me disponía a tomar el autobús que me llevaría a la universidad, ahí estaba, esperando en la puerta para acompañarme. Igual hacía al momento de regresar a la casa. Pero se hacía mayor colmado de mañas. En el proceso de la adultez, gigantes eran sus conflictos con los demás. Le miraba y a veces sentía rabia y misericordia porque me atemorizaba que cualquier miembro de alguna pandilla lo apuñalara por algún ajuste de cuentas en uno de los tantos expendios en los que pasaba parte del día consumiendo drogas.

Hubo un tiempo en que mi vida se convirtió en pesadilla por estar al pendiente de él. Hasta un verano en que se marchó, se internó en los alrededores de un puerto a avistar un barco anclado donde se introdujo, quería viajar a Norteamérica como indocumentado.

De él no supe más. Solo la intuición de que estaba ilegal en el país de los supuestos grandes sueños.  Transcurrieron años, catorce, ni una llamada, ni una carta, nadie que lo conociera. Entre una cotidianidad y otra, dentro de la existencialidad, vivía.

Un buen o mal día cambió el almanaque.  Me llamaron de una oficina judicial para informarme que un hombre detenido, que decía ser mi hermano, esperaba que lo fueran a recoger. El mundo se me abalanzó, pensé, y lo peor: venía de Estados Unidos deportado y enfermo. Padecía de diabetes. Había envejecido de manera deplorable. Sus ojos, que eran su mejor enfoque, estaban apagados, vacíos, con el sentir del remordimiento que deja una vida cargada de intentos y frustraciones. De nuevo empecé a conocerlo. Decidí, en consenso con dos de mis otros hermanos, que viviría junto a la anciana madre. Nuestro padre tenía cuatro años de fallecido, ocuparía su habitación, que era la más holgada para que estuviese más cómodo.

Diría, que ese fue otro mal tiempo, mi hermano, desquiciado, un poco paranoico dentro de aquella vivienda, discutía con mi madre casi todos los días. Tenía que desplazarme del trabajo para amonestarlo. También, debía de estar al pendiente de sus medicinas y que llevara al pie de la letra la dieta de comidas que le había sugerido el gastroenterólogo. Estaba convencida que mi hermano veía la vida de otro modo. Un arconte parecía poseerlo.

A cuatro años de su llegada al país se enemistó con casi toda la gente de la comunidad X. Estaba dispuesta a ponerlo en manos de un centro de rehabilitación, nada parecía satisfacerlo. En ese trayecto, prometía que dejaría los vicios y cuidaría de sí mismo hasta que le dio una crisis, lo ingresé en un centro hospitalario. Sus riñones: moribundos. El diagnóstico requería que debía de recibir hemodiálisis tres veces a la semana.

Ante este desalentador panorama, no veía salida.  Mis demás hermanos me dieron irónicamente la espalda. No podía dejarlo solo más de lo que estaba, así que volví a ser su pañuelo de lágrimas mientras le acompañaba en sus sesiones de diálisis.

Había días peores que otros. Gente que en la misma sala moría, pacientes que preferían cantar antes que llorar conectados a aquellas máquinas que bombeaban por unos largos tubos la sangre de todo el cuerpo en un proceso de limpieza de toxinas. Entre una acción y otra, hubo gente que oraba con algún pastor de iglesia en medio del dolor que se esparcía en el centro hospitalario, y gente que, fuera del lugar, transitaba ausente de aquel mundo ensombrecido por las individuales catástrofes.  Pero, en esa infortunada tarde, cuarta semana de septiembre, conducía el carro camino a la emergencia luego de dos meses en busca de su mejoría.

Trato de animarlo con la idea de que saldrá de esto, mis palabras ya no le confortan, sabe que va a morir ese día y lo asume con calma adulta. Detuve el volkswagen, la lluvia no cesa, un hombre, aparentemente enfermo de la mente, camina semidesnudo en el extremo contrario del hospital. Y se detiene en el pavimento el supuesto infortunado con cierta paranoia, canta una especie de himno cristiano abriendo los brazos como un crucificado, la lluvia se derrama sobre él igual que un grabado de Blake.

 No podía caminar contrario a como salió de la casa, salí del vehículo e hice que trajeran una silla de ruedas y a un enfermero que me ayudó a desmontarlo. Entré con él a la emergencia y de inmediato lo colocaron en una desvencijada camilla sin que le suministraran una adecuada atendencia. Por primera vez, viéndolo tendido, con la respiración agitada, noté brillo en sus ojos melancólicos. Me pidió que me acercara y tomara sus manos. Así lo hice, entre balbuceos alcanzó a decirme que el día que lo hallé en aquella cañada, donde casi se ahoga, buscaba una planta medicinal que le aseguraron me curaría el asma. Al oírlo, lloré de emoción porque pensé que mi hermano no era capaz de llegar a altos sacrificios.

En este aquí y ahora expongo estas líneas curadas de nostalgias, al menos es lo que creo.  La muerte para cada uno es particular, en algún momento, también la he sentido. Entre una y otra cosa, dijo, sus últimas palabras, que fui la hermana que ni en sueños habría podido tener. Ahora puedo mirarlo en retrospectiva exenta de reproches.

Tal parece que estaba destinada a desempeñar dos roles: de hermana y madre.  Sucedió lo que entiendo está escrito en el gran libro del universo, ya lo habíamos convenido antes de pisar esta dimensión. -Buen viaje hacia la luz, le dije, no sé si me escuchó, estaba a punto de expirar cuando me observó de reojo, con cierta aprobación.

-Espero, que cuando retornes a este espacio, en vez de hermanos, seamos conocidos que conversen a plenitud, a reírse de sí mismos.  Y dije:

-Me gustaría, espero que no lo olvides durante tu proceso evolutivo, que elijas a un ser más equilibrado cuando retornes.  -Ah, por amor al creador de todas las creaciones, y eso también lo insinué para mí, escoge mejores padres.

 

 

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