Discurría el año de 1975, tendría unos seis o 7 años el día que mi hermano mayor entró a la casa con un artefacto, significativamente grande, al que llamó toca discos, y que adquirió en una compra-venta con su primer sueldo como contable. En otra bolsa, más pequeña, extrajo una pieza de cartón cuadrada que mostraba varias fotografías de personas que vestían acorde a sus épocas.
Lo que había dentro del cartón o carátula, al principio, me produjo risa. Estaba viendo una especie de plato de plástico, que me recordaba a las tortas de “Yaniqueque” (Jhonny cakes, nombre original) que, en las tardes, llegando a su ocaso, solía comprar a doña Tiola como premio de mis padres por siempre cumplir con mis responsabilidades escolares. Mi hermano, con ojos emocionados puestos en el LP (Long Play) que contenía las canciones más exitosas del momento, no perdió tiempo para encender el tocadiscos e inmediatamente, ese día, las voces y la música de intérpretes como Ray Charles, James Brown, Donnna Summer, Aretha Franklin, Tina Turner, Barry White, Elvis Presley, The Supremes ( Las supremas) comenzaron a fluir de una manera sutil y placentera en esos días prometedores, donde la realidad y la fantasía parecían tomarse de las manos sin entrometerse la una con la otra.
Me preguntaba, en ese entonces, porqué mi hermano prefería oír a esos artistas que no hablaban nuestro idioma, en vez de optar por los criollos. No obstante, con el transcurrir, me fui identificando por aquellas interpretaciones tan enfáticas, firmes y apasionadas, que aún sin entenderlas, por las barreras del idioma, eran suficientemente claras para transportarme a otras épocas, conflictos y espacios sin que viajase a ningún lado. Entendí sin entender a Barry White, a Elvis, James Brown, a Ray Charles, a Tina Turner a Paul McCartney (Yesterday, The Beathes) llegué a canturrear muchas de esas canciones, bailando al compás de guitarras, trompetas, banyos y pianos.
Pero siempre en mí, quedó la curiosidad del porqué la mayoría de estos grandes artistas fueron tan famosos fuera de sus territorios, mayormente en Latinoamérica y Europa. ¿Por qué los de color eran más sobresalientes? ¿Cuál debería de ser el secreto de aquella música con letras casi siempre desafiantes, para que, hasta nuestros días sea tan aclamada por aficionados de todo mundo?
Las respuestas las fui descubriendo en mi corto, pero denso camino musical como oyente. De ahí el interés de realizar este trabajo interpretativo, juzgo yo, que no pretende dar una cátedra musical, pues para eso están las bien documentadas enciclopedias virtuales, impresas y emisiones radiales de música clásica y contemporánea. Más bien, deseamos arrojar unos ápices cortitos de luz con respecto a aquellos ritmos primarios vocales y no vocales, que fueron evolucionando sin la necesidad de perder su real esencia, expresando los sentimientos más puros, de acuerdo a la situación histórica social de ese momento, según nuestra propia y humilde experiencia.
Detrás de toda esa música de vanguardia, que se formó en Estados Unidos entre los 40, 50, 60 y 70, hay una serie de símbolos con los que se determinaron las luchas étnicas, las que persisten donde quiera que haya un color que, a los ojos de los demás, no ¨encaje¨ como las fichas de una tabla de Flandes.
El artículo pretende explorar, ya lo dijimos, una pequeña parte de ese doblez de la realidad derramado en estos géneros musicales: el Blues, Jazz, Soul y su repercusión con varios acontecimientos históricos sociales. He aquí nuestra entrega.
A mediados del siglo XIX y principios del XX, el organigrama evolutivo de ritmos autóctonos, oriundos de África Occidental, se asentaron como débiles extranjeros en tierras menos áridas. Pero, con el éxodo de esclavos, extraídos de ese continente hacia las Antillas, Europa y Norteamérica, el destino de estos ritmos, caracterizados por sonidos de tamboras, cambió, simultáneamente, el acontecer histórico de pueblos antiquísimos.
Ritmos no vocalizados con la narrativa de una novela, a fuerza del Saxofón, trompetas ( El jazz, Nueva Orleans), fueron fusionados para dar paso a otras melodías menos pintorescas, más sofisticadas, modernas, y hasta el sol de hoy, se mantienen vivas en las sociedades más desarraigadas del mundo, donde las clases desposeídas, pertenecientes a países desarrollados y no desarrollados, vertieron su enojo haciendo composiciones con la vestimenta de historias existenciales que, en muchos casos, se tradujeron en declaraciones de amor, discriminación e himnos de libertad. Y muchos de estos ritmos fusionados surgieron de una potencia que se formó con inmigrantes, arios y mestizos. Nación que aprendió a consumir un tipo de música que solo podía resurgir de las zonas paupérrimas de esas calles, a veces mal trechas, del sur de Estados Unidos y que, con sus letras fañosas, cada intérprete contaría una historia, según su visión del mundo, de clamor, escazas risas, metas incumplidas y una retahíla de melancolías; El blues, palabra que significa tristeza.
Nativos del desamor, la lujuria, pasión, religión, violencia y las demandas generacionales, sería el Sur la mayor residencia de estos dos géneros musicales, Blues y Jazz. Esa compleja tierra estadounidense, que sin culpa alguna arrastraba las tragedias de eras anteriores pero que fue monstruosa al parir tan grandes hombres y mujeres de las letras, la política, la religión y la cultura.
De ahí a la deducción de que ambos géneros se tornan concretos con la esclavitud. Y con ella la malignidad que propició la corta vida de la gente de color, que pagó con mucha sangre, quizás, la mala o buena fortuna de haber elegido venir a este espacio físico, fuera del gran universo, con un color de piel diferente, pues, ante las leyes del Creador, somos todos iguales. Lo que, en un sentido místico, no se asume si todo se redujera a un problema de moral y de fe.
El sufrimiento kármico, heredado por ancestros esclavos, parece asumir todos los enunciados que tienen que ver con las penas y castigos. Quienes servían la mesa del blanco, araban la tierra, limpiaban las ropas del ‘amo’ bajo las inclemencias de la lluvia, sol y viento, no tuvieron elección. Es como un patrón que, cronológicamente, se repite.
Y es el negro que bajo el peñón del verdugo sufrió un siglo de discriminación encadenado, ese negro de historias exageradas del cimarrón, que cerró los ojos para no mirar sus hondas heridas, aún llora desde el más allá, con alto grado de conciencia, por su gente abatida en medio de una falsa democracia, de leyes disfuncionales a favor de la igualdad de derechos y oportunidades laborales que, en su mayoría, no se cumplen. Las lágrimas de los que sufren, pintadas con el azabache, fluyen como ríos revueltos cuando no hallan la calma.
Con voz elevada, el sabio, el irreverente, el erudito, mantienen la esperanza de vivir y de morir en una sociedad justa, más equilibrada, aún hayamos sobrepasado, supuestamente, los tantos desafíos de la revolución industrial, de la posmodernidad que, hasta nuestros días, no perdona a la gente de color, pese a que tuvo un presidente negro, Barack Obama. Y por ello, es que vemos a los Estados Unidos con un sistema económico, político y social, marcado por las divisiones.
Exclusiones del inmigrante latino, del oriental, del asiático, los que hoy podrían ser partidarios de aquel blues contestatario, mientras alguien toca con su mejor acento la guitarra. El mismo blues, que gateó hacia la modernidad, tomando diferentes colores y matices, también fue testigo del acribillamiento de héroes que, a lo mejor, cuando escribieron las historias de sus vidas, decidieron ser mártires. Desde Martin Luther King, activismo sin violencia, Malcolm X, padrino del empoderamiento, golpe por golpe, Rosa Park, víctima de innumerables atropellos por negarse a cederle el asiento a un hombre blanco en el autobús que viajaba hacia su lugar de trabajo en Montgomery.
Por aquel incidente, en los años 50, le fue impuesta una multa de 10 dólares. Más tarde, este hecho aislado daría paso al llamado Boicot de los autobuses, el 5 de diciembre de 1955, que consistía en que ningún hombre de color usara el transporte público para desplazarse de una comunidad a otra, movimiento que tuvo apoyo masivo, acción que fue auspiciada de forma exitosa por Martin Luther King.
En nuestros días tenemos el patético caso de George Floyd, ahogado por un miembro de la policía mientras era sometido, entre piernas, por un delito menor en este 2020, hecho que marcó, nuevamente, la historia de Estados Unidos y del mundo con un escalofriante esquema de impotencia, dolor y sublevación en las calles que enarbolaban la poética de innumerables canciones con la influencia del Blues y el Jazz.
El incidente de violencia racial más cercano, tres meses después de la muerte de Floyd, lo protagonizó Jacob Blake, de 29 años, a quien dos policías blancos estadounidenses le dispararon 7 veces por la espalda por un presunto delito menor. Tras ser hospitalizado, quedó parapléjico.
Esta población negra, sobreviviente de la esclavitud y de las subterráneas narraciones faulknianas ´´Intruso en el polvo, Luz de agosto¨, continuaban sin superar, en mayor grado, la discriminación. Y así, como el blanco odiaba al negro, el negro también aprendió a odiar al blanco. En medio de sus disputas comenzó a hacer las mismas cosas que el blanco antisocial para sobrevivir: traficó, secuestró, mató, extorsionó y sucumbió a sus vulnerabilidades. Y de las mismas calles de Nueva York, Bronx, Brooklyn, Manhattan, Nueva Jersey, Queens y en casi todos los estados del sur, estos hombres y mujeres formaron grupos hacinados denominados pandillas, y se apoderaron de un territorio que no era exclusivo ni de blancos ni de negros. Entonces, los mismos negros comenzaron a matarse entre sí, décadas del 70 y 80, con una falsa hermandad pregonada en las esquinas y guetos ya saturados de sueños decapitados por una falta, creemos, de proyección y amor propio.
También allí, vivieron al ritmo del Jazz y el Blues, del Soul, el Pop y el Rok and Roll, como una manera de escapar y desahogar sus infortunios consumiendo canciones, además de marihuana, que hablaban del amor y desamparo en esos populares barrios.
Pero, mucho antes que todo esto sucediera, en los años 60, otros ideales bullían como cenizas volcánicas, las que dejó el esclavo estadounidense de finales del siglo XIX con el surgimiento, a mediados del siglo XX, de líderes de color, académicos. Eran letrados, pacifistas, insurrectos, surgidos, muchos de ellos, de los guetos, que tallaron con un revés innegable la historia de América para que nuestra actualidad fuese otra.
Malcolm X salió de Nebraska, donde nació, para internarse de joven en las calles de Nueva York, donde convivió con el alcohol, las drogas y las prostitutas, pero, también salía de ese mundo cabaretero del Jazz y el Blues. (Libro de Vincent Roussel, Martin Luther King, contra todas las exclusiones, capítulo VII). Más tarde es condenado a prisión por delitos de robo en el año de 1946.
Allí descubre la doctrina del líder musulmán Elijah Muhammad, donde aprenderá los primeros postulados del Corán. Se convierte al Islán y su vida cambia de manera radical al salir de prisión. Sin embargo, luego de doce años con una labor misionera, con altos estudios, termina rechazando las leyes islámicas por considerarlas insuficientes y de poca ayuda a su gente, fue expulsado.
A raíz de su salida, hace un recorrido por el mundo en busca de su propia verdad. De ese viaje, Malcolm X está convencido de que su misión con su gente apenas comienza y trata, con un amplio repertorio de seguidores, de frenar la ola de muerte de mujeres, niños y ancianos que en varios estados del sur fueron objeto de crímenes y violaciones en las manos sanguinarias del Ku klux Klan, la organización clandestina norteamericana más racista del mundo, después del Nazismo de Hitler. De manera que, la desafiante valentía de Malcolm X , X, sigla que eligió, significa apellido africano que, según había declarado el propio Malcolm nunca pudo tener, quería participar en la causa del reverendo Martin Luther King bajo sus dictámenes y principios de devolver con violencia a la violencia, lo que Luther King difería y terminaba rechazando. (Respétame o mátame, decía Malcolm X, cuando se refería al hombre blanco).
Aquel sueño de combate fue frenado por la muerte a balazos, el 21 de febrero de 1965 siendo un hombre joven, en un hecho con varias atenuantes, una de ellas: fue mandado a matar por el líder de la congregación musulmana a la que antes pertenecía por motivos de supremacías. Tres años más tarde también muere el reverendo Luther King a causa de un disparo, hecho que pasó a la historia sin que se haya hecho verdadera justicia.
“El domingo 21 de marzo, trece mil caminantes se ponen en marcha para recorrer los trece primeros kilómetros. El canto Let my people Go, (dejad salir a mi pueblo, liberadlo) vuelve a tomar la evocación simbólica de llamada conducente a la libertad. A la llegada, treinta mil personas, blancas la mitad, se reúnen para recorrer los seis últimos kilómetros. El periodista del diario francés Le Monde, Fhilippe Ben, evocaba entonces con un cierto lirismo, la entrada triunfal de las fuerzas de la desintegración en el corazón de la, hasta ahora, Fortaleza de la discriminación racial y de la teoría de la superioridad de los blancos. Se levanta un toldo gigantesco. Vienen a actuar en él cantantes y músicos, célebres de Broadway y de Hollywood. Harry Belafonte, Sammy Davis, el escritor James Baldwin y muchos otros están allí. Han venido a aportar el apoyo de su talento. La marcha termina con un mitin monstruoso ante el parlamento de Alabama. El 7 de agosto de 1965, el presidente Lyndon Johnson firma solemnemente en el Congreso americano, la ley sobre el derecho de voto de los negros; esta ley incrementa el poder federal en los Estados y en los condados en que menos de la mitad de la población negra ejerce su derecho de voto”.
De manera que no podemos desligar de estos acontecimientos históricos, que cambiaron cientos de ideologías, los ritmos musicales tan visionarios y antiguos como el Blues y el Jazz, muy diferentes, pero estrechamente conectados en causas y propósitos.
Sería imposible desdeñarlos, porque ambos géneros jugaron un papel preponderante en las epopeyas más nobles y justas de la gente de color estadounidense. Sin embargo, nos parece grave que, en plena modernidad tecnológica, la nación de los billetes verdes hospede, por encima de su analogía patriótica, los estigmas de una civilización enclaustrada, la que forma parte de un país dividido por el poder adquisitivo -oferta y demanda- los credos y las razas.