( Cuento inédito)
Hincado, de espalda, se mueve desprovisto de ropas sobre la cama sin bastidor. El pugilato que sostiene con la mujer tendida, delgada y, también, desnuda, por momentos lo hace dudar. Con sus caderas anchas y nalgas caídas, Feye Ramírez García trata de que su miembro se introduzca sobre algo cavernoso, oscuro. Suelta una madeja de palabras inadecuadas mientras repite la acción en la que, nuevamente, fracasa. Concluye con aquello que no termina y voltea el cuerpo de la mujer ante una avalancha de jadeos que agudizan su cansada respiración.
Entiende que debe de enmendar la situación creada con su joven concubina un tanto excitada. Así que, discretamente, se incorpora, toma una bocanada de aire y levanta los brazos para recorrer nuevamente el cuerpo en el que parece trazar círculos. La hembra, según su parecer, floja brazos y abre piernas. Mansa permite que los largos dedos del anciano se introduzcan en su vagina. La observa con cuido, despierto ante una morbosidad que se abrevia en su boca cuando busca el clítoris provocándole enojo al escudriñar con brusquedad.
En un movimiento de impaciencia, la coloca de espalda, acerca lo mejor que puede su rostro y trata de succionar, con los labios finos, la abertura que compone el centro del ano. Sin que la mujer llegase, si se puede mencionar, a algún final con aquel juego erótico, Feyé Ramírez García, decide abandonar la cama y camina con lentitud.
Su miembro arrugado, largo y peludo, se torna erecto, momentáneamente, correspondiendo a algún pálpito interior. Mientras se viste, trata de sofocar la ira que le despierta el no ser el macho de antes pese a las pócimas a base de raíces que consume procurando el levantamiento dilatado de su pene. Sabe perfectamente que ya no cuenta con suficientes fuerzas para enfrentar los debates amorosos. Prefiere dejar, con pesar, a su compañera sentimental ardorosa, presa de su insatisfecho deseo al no ser debidamente poseída antes que descubra que, efectivamente, en el ámbito sexual, en cuestiones de penetración, ya no sirve para nada.
Aunque su naturaleza viril no le responde como debería, sabe que con unos senos voluctuosos a su merced pervive la razón de continuar con esas inefectivas visitas. Ve a la mujer sentada doblar las piernas boca arriba y, desde la corta distancia que los separa, advierte su frustración, lo cual le preocupa.
Se dirige a una mesita de noche, donde se apodera de sus prótesis dentales, espejuelos, una camisa manga corta, un pantalón de poliéster y una boina, que utiliza para esquivar las miradas pendencieras de la gente, suelen reír de su cabeza lampiña. Deja unas monedas en su regazo y se dirige, sin mirarla, a la puerta. Sale de la habitación que pertenece a una cuartería situada en el barrio Simón Bolívar. Parece ajeno a las miradas interrogantes que les lanzan algunas mujeres que lo observan sin disimulo. Sabe que estos encuentros no son, para la comunidad de este sector, bien vistos. Hace unos seis meses que, confiado en darse una última oportunidad, visita a una mujer de la calle, a quien rentó una habitación anexa a unas cinco casas dependientes también de otras habitaciones.
La calle J del Simón Bolívar luce despejada. Las mujeres que lo vieron salir del cuarto, en el que aún yace la querida, han dejado el murmullo porque el hombre, que entienden envejecido para estos preludios, carga con alguna cruz, suponen.
Feye Ramírez García dobla por una esquina que lo dirige a la Nicolás de Ovando donde los comercios diversos se extienden hasta las aceras. Se concentra en mirar todo aquello, pero su mente perdida en el pasado desdibuja la realidad actual. Un hombre en un triciclo pasa por su lado cargando tasas para la noche, la variedad de basinillas en plástico y aluminio, que cuelgan en los bordes, se confunde con un serial de ollas y calderos esmaltados de un gris opaco.
Escucha, con semblante de enojo, la voz gutural del hombre que silva, invocando la presencia de las mujeres que, detrás de la actividad comercial de la avenida Nicolás de ovando, desmoronan, parloteando, en medio de una callejuela paralela a esa calle principal, sus ratos de ocio arrellanadas sobre cualquier cosa.
La atmósfera se aligera con la tonalidad anaranjada en la que se pierde la blancura de la tarde. Dos mujeres se acercan al hombre que ahora deja de pedalear el triciclo y toman algunos de los enceres de plástico que examinan con sus toscas manos. Feye mira a estas mujeres que, aunque rollizas, todavía muestran, con aquellos hilachados vestidos, unas nalgas erguidas.
Sus ojos no pueden parar de admirar, por ello trata de poner en orden sus pensamientos y memoria por las impresiones de la tarde. Siempre tuvo más de una mujer, Josefa, la esposa, estuvo al tanto de sus caserías. Se vio obligada a admitirlas por sus desórdenes asmáticos que le impedían, frecuentemente, consentir las fogosidades de su marido puestas de manifiesto a cualquier hora del día.
Sus infidelidades se extendieron a lo largo de sus vidas. Ahora, que no cuenta con la vitalidad de antaño quiere comprender por qué sigue con la misma hambre de mujeres si, después de todo, anda con el fulano en el suelo.
Poco a poco se aleja de la avenida para acortar el camino pedregoso. Toma una ruta que lo conducirá, indirectamente, a la calle diez, allí vive su mujer. Un mojín de disgusto renace en el rostro cada vez que tiene que cruzar miradas con Josefa. Con sus piernas torpes, procura tomar la acera peatonal en la que decide extender el camino.
El polvo que levantan las guaguas anunciadoras asciende y se extiende a su derredor nublando sus grises espejuelos. En la acera adversa, unos hombres trabajan una casa en construcción. Empujan, sobre una carretilla de arena, los materiales requeridos para esta obra que, presume, será otro chalé cercano al barrio Las Cañitas.
Al ver a estos jóvenes trabajar con marcado entusiasmo, recordó que, en la mañana, estuvo floja la venta de caramelos de su caja paletera. No obstante, no se desesperó ante aquella mala racha. Una de sus virtudes era la paciencia y en el negocio que había establecido por casi cuarenta años aquella gracia le dotaba de favorables resultados.
Logró detenerse en un poste de luz para sonar su nariz con un pañuelo, también se acomodó una de las cajas de dientes adherida a la parte superior, que por poco sale de su boca al lanzar un estornudo. De joven, sobrellevó su problema como si el hecho de no tener dientes fuera natural. Y viejo, cambió de parecer al sentirse públicamente despreciado por una mujer, la que hubo de tratar en el mercado Modelo en los tiempos en que su hija mayor le encomendaba la compra de víveres. Fue la primera vez que sintió complejo de reírse.
Tras aquel rechazo al que fue objeto, de manera tan lastimosa, pasaba horas en cualquier parte de la casa contemplando, con espejo en mano, aquellas encías moradas, despobladas arriba y abajo. Fue su hija que lo entusiasmó para que se colocara las prótesis. Facilitó el dinero y lo condujo al único dentista de ese perímetro, propietario de un consultorio en la avenida Nicolas de Ovando.
Las primeras semanas para familiarizarse con los dientes postizos fueron difíciles, no sabía cómo triturar los alimentos. En vano trataba, con aquellas piezas cuasi de porcelana, puestas en su boca con unos ganchos sujetos a cuatro muelas, que era todo lo que quedaba de sus dientes, de adecuar la posición de la lengua y así no lesionarla las veces que masticaba. Por igual le fue difícil articular la expresión, parecía que en vez de hablar garraspeaba las palabras, como si su lengua estuviese atrapada.
De algún modo, las molestias con su nueva dentadura fueron disminuyendo hasta el punto que, a la hora de sentarse a la mesa, ya no tenía que retirarlas y depositarlas en su acostumbrado vaso con agua. En los actuales días, cada vez que visitaba a la mujer que tanto lo excitaba, prefería sacarlas de su boca para que no se movieran de sitio cuando la besaba. Mantenía absoluto cuidado de no tragarlas ante el hecho de masticar un alimento pesado. A medida en que vislumbraba la casa de su hija, se complace en admirar las ramas de un almendro que de lejos se alza sobre la verja de entrada medianamente alta y ruida gracias a los frecuentes aguaceros.
La noche comenzaba a insinuarse sobre las planchas de zinc de algunas casas, en cuyos bordes quedaban al descubierto enjambres de mosquitos que se movían sobre un espacio vacío en el que formaban círculos. Desde aquellos espacios, próximo a la casa en que se dirigía, observó algunos conocidos que lo saludaron con cautela desde el ángulo que supone una ventana o puerta semiabierta.
Feye devolvía el saludo moviendo, ligeramente, el labio superior. Daba señal de no interesarle intimidar con las personas que conoció por más de treinta años y que se enclavaron en un lugar en el que, apenas, contaba con unas quince viviendas cuando llegaron y que el tiempo se encargó de expandir con casonas que de lejos y de cerca desprendían un fuerte olor a aserrín.
Entró a su residencia adormilado, evitó el cuestionario de preguntas que su hija casi siempre hacía cuando arribaba pasado de horas. A veces, se pregunta, cómo un hombre como él, solitario y voluntarioso, había caído en las redes de la manipulación. Siguió derecho al cuarto contiguo al de Josefa y, de inmediato, sintió la respiración agitada de su esposa asmática, como el resonar de un silbato.
Dentro de lo que entendía era su perfecto mundo a través de su ordenada habitación, decidió ir al excusado y darse un baño. No podía borrar de su mente el cuerpo de la mujer que lo tenía ardoroso y enamorado. Parecía un muchacho, a diferencia de que de la cintura para abajo nada parecía responder. Recordó que le quedaban dos tomas del brebaje que había mandado a preparar en Villa Mella y que por espacio de un mes estaba consumiendo. Buscó la botella envuelta por plantas, raíces y, a pico de botella, devoró el líquido. Tenía la esperanza de que, al día siguiente, mejoraría su condición y que, finalmente, iba a responderle a su amante como el gran varón que fuera antes.
Sus plegarias encontraron respuestas diez días después. Era una mañana con buenas luces. Se levantó temprano y se acicaló lo mejor que pudo para su encuentro, su miembro parecía estar en otra elevación. Estaba tan impetuoso, que olvidó que era un aciano para correr por toda la calle marginal hasta adentrarse al barrio Simón Bolívar.
No le importó las miradas curiosas, llegó como caballo desbocado al cuarto en el que compartiría los incesantes ardores con su querida. Así que se despojó de su boina, espejuelos y dientes, se tumbó en la cama donde ella yacía semidormida. Al desvestirse, con torpeza le arrebató la bata y la ropa interior que traía entre despierta y dormida. La penetró donde quiera que hallara algún agujero y anduvo su cuerpo sin dejar espacio a la imaginación. Durante el acto, La mujer logró tener tres orgasmos. Un semblante relajado se puso de manifiesto cuando el miembro de Feye bajó de la lívido. Satisfecho, intuye la mujer, observa que permanece en la cama previendo un sueño profundo.
Tras la prudencia de un rato, comenzó a llamarlo con impaciencia, pues debía regresar a su casa a atender la caja paletera. Pero Feye Ramírez García no responde, desnudo, inerte en esa cama sin bastidor, le huyó la vida. Solo una sonrisa en aquella boca desdentada no pasó inadvertida ante los curiosos que entraron a verlo. Aquello pasó de simple noticia a constituirse en urbana leyenda.
Con el discurrir, todavía se habla del hombre mayor que logró revivir al fulano, aquel que alcanzó, según contaba la querida entre novenarios, veladas, patronales y comidas, su más relevante conquista.